martes, 2 de diciembre de 2014

Que así sean las cosas

Se lo estoy contando a Mario mientras nos fumamos un pito en el living de su departamento.
Esto es lo que le cuento.


Hubo un tiempo en que trabajé en un bar. El bar está en un buen sector de la ciudad, elegante, y va gente de buen vivir. El bar también funciona como fuente de soda, y además de servir cervezas, también hay chorrillanas, completos y distintos sándwiches.
Al principio todo fue nuevo para mí, pero con el paso del tiempo empecé a identificar, entre los jóvenes ingenieros recién contratados y de tenida formal que pagan la cuenta con tarjeta de crédito, a algunos clientes frecuentes. Hay un hombre que va todos los viernes a las siete, solo. Pide un churrasco italiano y una promo de vodka con tónica. A veces pide dos promos. También hay una pareja de viejos que, después de mirar mucho la carta, comparten siempre lo mismo: una hamburguesa o un lomito, una botella de vino tinto y dos schops de pilsen. Cuando quedan medios curados, discuten entre ellos y conmigo por la cuenta. Siempre pagan y se van peleando, y yo pienso que no quiero ser como ellos.
Hay un hombre que siempre va con amigos. Siempre con amigos distintos. Creo que le conocí más de diez amigos. Ese viernes mi turno empezó a las seis y media y él ya estaba ahí con dos nuevos amigos. Después de saludarme, porque ya me conoce, pidió tres rondas de schops y un completo. Él siempre invita a sus amigos, y mientras se va curando habla de su trabajo y de otras cosas. Cosas de él. Él habla, los otros escuchan. Él es abogado y habla de eso. Mientras, atiendo al hombre solo del vodka y a los otros comensales de mis mesas. De vez en cuando, escucho cómo el abogado ofrece a sus amigos más completos y nuevas rondas de schops. En un momento, los amigos se empiezan a impacientar y finalmente piden la cuenta. Pero cómo se van a ir, dice el abogado, pero los amigos dicen gracias y se van. El abogado se queda. Llama por teléfono varias veces y por fin llegan dos nuevos amigos. Abre otra cuenta y vuelve a ofrecer schops y completos y a hablar de sus cosas.
Ese viernes fue movido y cerramos a eso de las dos de la mañana. El abogado y sus dos nuevos amigos se quedaron hasta el final, cuando tengo que llevarles la cuenta como diciéndoles que tienen que irse. El abogado, que ya está bastante curado, ve la cuenta y se enoja. Creís que soy heón, dice. Yo no voy a pagar esto, dice. Es mucha plata y yo no he pedido tantos schops, dice. Creís que tengo cara de imbécil, dice. Llama al administrador de esta hueá, dice. Voy con la cuenta donde el administrador y le digo lo que pasa. Velo tú, dice. Así que vuelvo donde el abogado e intento mostrarle todo lo que él ha tomado y comido. Me querís cagar, dice. Yo no voy a pagar eso, dice. Uno de los amigos, sobrio, toma la cuenta. No te preocupes, dice haciéndome un guiño. Está bien la cuenta, hueón, dice. Esto es lo que pedimos, dice. El abogado se calma aunque sigue mirando la cuenta con desconfianza. Trae la máquina de la tarjeta, dice sin mirarme. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?, digo. Sí, dice. Ingreso el diez por ciento y le entrego la máquina. Erís muy hueón, dice. ¿Y si yo quisiera darte más propina que esto?, dice. Cancela el cobro y hazlo de nuevo, dice pasándome la máquina. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?, digo. No, dice, y saca dos billetes de sus bolsillos y los pone sobre la mesa. Los miro: uno es de diez mil y otro de dos mil. ¿Cuál quieres?, dice. Lo miro a los ojos. ¿Quieres éste, o éste?, dice. Lo sigo mirando a los ojos. ¿Qué te crees, que con esa parada le vai a gustar más a las minas?, dice. Eso hay que preguntárselo a ellas, digo mirándolo a los ojos. Qué lástima que haya algunos que podamos estudiar y ser profesionales, y otros que no tengan la oportunidad, dice. Qué lástima que así sean las cosas, dice. Pero no son de otra forma, dice. Aquí está tu propina, dice. La necesitai más que yo, dice.
El abogado está curado. Sus amigos están sobrios, pero él se sube al asiento del conductor de la camioneta blanca y grande. Prende el motor pero no se van. Se quedan conversando algo, riéndose. Anoto la patente en mi libreta de los pedidos y saco mi celular. Voy a llamar a los pacos, pensé. La camioneta se pierde en la noche, calle abajo, entre el neón de la ciudad.


­–¿Y por qué no lo hiciste? Yo los habría llamado altiro, pa cagarme a ese conchasumadre–, dice Mario.
Yo no digo nada. Me quedo mirando cómo el humo del pito se esparce por el living. 

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