Se lo estoy contando a Mario mientras nos fumamos
un pito en el living de su departamento.
Esto es lo que le cuento.
Hubo un tiempo en que trabajé en un bar.
El bar está en un buen sector de la ciudad, elegante, y va gente de buen vivir.
El bar también funciona como fuente de soda, y además de servir cervezas,
también hay chorrillanas, completos y distintos sándwiches.
Al principio todo fue nuevo para mí, pero
con el paso del tiempo empecé a identificar, entre los jóvenes ingenieros
recién contratados y de tenida formal que pagan la cuenta con tarjeta de
crédito, a algunos clientes frecuentes. Hay un hombre que va todos los viernes
a las siete, solo. Pide un churrasco italiano y una promo de vodka con tónica.
A veces pide dos promos. También hay una pareja de viejos que, después de mirar
mucho la carta, comparten siempre lo mismo: una hamburguesa o un lomito, una
botella de vino tinto y dos schops de pilsen. Cuando quedan medios curados,
discuten entre ellos y conmigo por la cuenta. Siempre pagan y se van peleando,
y yo pienso que no quiero ser como ellos.
Hay un hombre que siempre va con amigos. Siempre
con amigos distintos. Creo que le conocí más de diez amigos. Ese viernes mi turno
empezó a las seis y media y él ya estaba ahí con dos nuevos amigos. Después de
saludarme, porque ya me conoce, pidió tres rondas de schops y un completo. Él siempre
invita a sus amigos, y mientras se va curando habla de su trabajo y de otras
cosas. Cosas de él. Él habla, los otros escuchan. Él es abogado y habla de eso.
Mientras, atiendo al hombre solo del vodka y a los otros comensales de mis
mesas. De vez en cuando, escucho cómo el abogado ofrece a sus amigos más
completos y nuevas rondas de schops. En un momento, los amigos se empiezan a
impacientar y finalmente piden la cuenta. Pero cómo se van a ir, dice el
abogado, pero los amigos dicen gracias y se van. El abogado se queda. Llama por
teléfono varias veces y por fin llegan dos nuevos amigos. Abre otra cuenta y
vuelve a ofrecer schops y completos y a hablar de sus cosas.
Ese viernes fue movido y cerramos a eso de
las dos de la mañana. El abogado y sus dos nuevos amigos se quedaron hasta el
final, cuando tengo que llevarles la cuenta como diciéndoles que tienen que
irse. El abogado, que ya está bastante curado, ve la cuenta y se enoja. Creís
que soy heón, dice. Yo no voy a pagar esto, dice. Es mucha plata y yo no he pedido
tantos schops, dice. Creís que tengo cara de imbécil, dice. Llama al administrador
de esta hueá, dice. Voy con la cuenta donde el administrador y le digo lo que
pasa. Velo tú, dice. Así que vuelvo donde el abogado e intento mostrarle todo
lo que él ha tomado y comido. Me querís cagar, dice. Yo no voy a pagar eso, dice.
Uno de los amigos, sobrio, toma la cuenta. No te preocupes, dice haciéndome un
guiño. Está bien la cuenta, hueón, dice. Esto es lo que pedimos, dice. El abogado
se calma aunque sigue mirando la cuenta con desconfianza. Trae la máquina de la
tarjeta, dice sin mirarme. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?, digo. Sí,
dice. Ingreso el diez por ciento y le entrego la máquina. Erís muy hueón, dice.
¿Y si yo quisiera darte más propina que esto?, dice. Cancela el cobro y hazlo
de nuevo, dice pasándome la máquina. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?,
digo. No, dice, y saca dos billetes de sus bolsillos y los pone sobre la mesa. Los
miro: uno es de diez mil y otro de dos mil. ¿Cuál quieres?, dice. Lo miro a los
ojos. ¿Quieres éste, o éste?, dice. Lo sigo mirando a los ojos. ¿Qué te crees,
que con esa parada le vai a gustar más a las minas?, dice. Eso hay que
preguntárselo a ellas, digo mirándolo a los ojos. Qué lástima que haya algunos
que podamos estudiar y ser profesionales, y otros que no tengan la oportunidad,
dice. Qué lástima que así sean las cosas, dice. Pero no son de otra forma,
dice. Aquí está tu propina, dice. La necesitai más que yo, dice.
El abogado está curado. Sus amigos están
sobrios, pero él se sube al asiento del conductor de la camioneta blanca y grande.
Prende el motor pero no se van. Se quedan conversando algo, riéndose. Anoto la
patente en mi libreta de los pedidos y saco mi celular. Voy a llamar a los
pacos, pensé. La camioneta se pierde en la noche, calle abajo, entre el neón de
la ciudad.
–¿Y por qué no lo hiciste? Yo los habría
llamado altiro, pa cagarme a ese conchasumadre–, dice Mario.
Yo no digo nada. Me quedo mirando cómo el
humo del pito se esparce por el living.
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