A
diferencia de todas las veces que llego a la casa de mi papá, cuando comentamos
el panorama futbolístico de la semana, esta vez solo me dijo una cosa: “no juega
Paredes”. Lo único que quería mi viejo, hincha del Wanderers, era ganarle a
Colo Colo. “De ahí, que la U sea campeón”, decía. Yo, como siempre, iba con mi
camiseta puesta, orgullosa, aunque por debajo hubiera un embrollo de nervios.
El
calendario quiso que el equipo de mi papá jugara contra el archirrival en la
última fecha. Y el fútbol (es decir el buen trabajo futbolístico, serio y
responsable, o sea, el buen fútbol) quiso que Colo Colo, la U y Wanderers
llegaran al final con opciones de ser campeón, con un punto de diferencia entre
los dos primeros y el segundo. Esto significaba que por un día nos uniría algo concreto,
algo más fuerte que la decisión que tomé de chico, cuando me di cuenta de que el
equipo de mi vida y el de mi papá eran distintos y dije que Wanderers sería “mi
segundo equipo”. Estaríamos futbolísticamente unidos, lo que significa definitivamente
por 90 minutos, por un enemigo común.
“Vamos a tener que verlos separados eso sí”,
me dijo. Le sugerí llevar una de las teles a la otra pieza, y así poder ver
juntos los partidos, en simultáneo. Pero creo que él quería, como casi siempre,
comerse sus nervios solo. Ahora que soy más grande puedo entenderlo, así que
desistí. Los gritos y las chuchadas de uno y otro nos avisarían de lo que
estaba pasando en la cancha de al lado.
Así
supe que Wanderers jugaba mejor que Colo Colo, lo que me tranquilizaba. En mi
cancha, la U galopaba para embestir al porfiado, dignísimo equipo de La Calera,
invitado de piedra en esta fiesta de tres. Los duelos de Canales con Bascuñán y
de Benegas con Suárez le daban todo el suspenso al partido. De repente, mi
viejo gritaba y puteaba, y así me enteré del palo de Luna y de los remates de
Medel. Yo, que intento vivir mis procesiones por dentro para mantener la calma,
gritaba con las ocasiones perdidas de Rubio y de Canales. “El Colo no ha
llegado ni una vez”, me decía mi papá cuando yo ya no podía más y dribleaba los
muebles del living, que está entre una pieza y otra, para comentar los partidos
con él. "Pero ahora tendrán el viento a favor". Y yo no quería que tuviera razón.
El
segundo tiempo lo grité más que él. Puteaba a Giovini por hacer realmente
bien su trabajo, y por aplazar mi festejo más de la cuenta. Mi papá se había
quedado callado, un silencio nervioso que decidí interpretar como que su equipo estaba conteniendo bien a nuestro enemigo. Entonces llegó el penal, y me fui corriendo a
donde estaba él. Lo gritamos juntos, y ya con nuestro trabajo hecho, volví a mi
partido deseando el gol caturro que, por supuesto, supe por un tremendo
grito de desahogo, de rabia contenida, y de alegría de mi viejo, que saltaba
como loco en su tribuna. Entonces dribleé por última vez los muebles, y terminé
de sumarme a su festejo con el fierrazo de Barriga, cuando gritábamos penal por
todo lo alto.
Somos campeones, y el sufrido equipo de mi papá
le ganó inapelablemente al archirrival, quedando un punto abajo nuestro. Y
desde el momento en que terminó todo, y
mientras escribo esto, no dejo de pensar que ese punto, esa mínima diferencia
entre nuestros equipos, la marcó ese partido del dos de agosto, cuando fuimos
juntos al Nacional a ver enfrentarse a los clubes de nuestra vida y que el
calendario quiso que cayera justo en el día de mi cumpleaños. Y que a pesar de
que la U ganó 3 a 2, nos fuimos, igual que ayer, ambos contentos.
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