jueves, 11 de junio de 2015

Testimonio inédito de una paciente con tricotilomanía: El drama de vivir arrancándose el cabello


Existe un trastorno psicológico que empuja a las personas a arrancarse el pelo: la tricotilomanía. Quienes lo sufren, sienten placer al sacarse cabellos de la cabeza, las cejas o el pubis. Es una enfermedad que se esconde bajo pelucas, pañuelos y mentiras. Daniela Soto tiene 34 años y desde los 12 que vive con este problema en secreto, al igual que millones de personas en el mundo.

Por Arelis Uribe, para The Clinic

domingo, 7 de diciembre de 2014

Final (feliz) de campeonato

A diferencia de todas las veces que llego a la casa de mi papá, cuando comentamos el panorama futbolístico de la semana, esta vez solo me dijo una cosa: “no juega Paredes”. Lo único que quería mi viejo, hincha del Wanderers, era ganarle a Colo Colo. “De ahí, que la U sea campeón”, decía. Yo, como siempre, iba con mi camiseta puesta, orgullosa, aunque por debajo hubiera un embrollo de nervios.
El calendario quiso que el equipo de mi papá jugara contra el archirrival en la última fecha. Y el fútbol (es decir el buen trabajo futbolístico, serio y responsable, o sea, el buen fútbol) quiso que Colo Colo, la U y Wanderers llegaran al final con opciones de ser campeón, con un punto de diferencia entre los dos primeros y el segundo. Esto significaba que por un día nos uniría algo concreto, algo más fuerte que la decisión que tomé de chico, cuando me di cuenta de que el equipo de mi vida y el de mi papá eran distintos y dije que Wanderers sería “mi segundo equipo”. Estaríamos futbolísticamente unidos, lo que significa definitivamente por 90 minutos, por un enemigo común.
 “Vamos a tener que verlos separados eso sí”, me dijo. Le sugerí llevar una de las teles a la otra pieza, y así poder ver juntos los partidos, en simultáneo. Pero creo que él quería, como casi siempre, comerse sus nervios solo. Ahora que soy más grande puedo entenderlo, así que desistí. Los gritos y las chuchadas de uno y otro nos avisarían de lo que estaba pasando en la cancha de al lado.
Así supe que Wanderers jugaba mejor que Colo Colo, lo que me tranquilizaba. En mi cancha, la U galopaba para embestir al porfiado, dignísimo equipo de La Calera, invitado de piedra en esta fiesta de tres. Los duelos de Canales con Bascuñán y de Benegas con Suárez le daban todo el suspenso al partido. De repente, mi viejo gritaba y puteaba, y así me enteré del palo de Luna y de los remates de Medel. Yo, que intento vivir mis procesiones por dentro para mantener la calma, gritaba con las ocasiones perdidas de Rubio y de Canales. “El Colo no ha llegado ni una vez”, me decía mi papá cuando yo ya no podía más y dribleaba los muebles del living, que está entre una pieza y otra, para comentar los partidos con él. "Pero ahora tendrán el viento a favor". Y yo no quería que tuviera razón.
El segundo tiempo lo grité más que él. Puteaba a Giovini por hacer realmente bien su trabajo, y por aplazar mi festejo más de la cuenta. Mi papá se había quedado callado, un silencio nervioso que decidí interpretar como que su equipo estaba conteniendo bien a nuestro enemigo. Entonces llegó el penal, y me fui corriendo a donde estaba él. Lo gritamos juntos, y ya con nuestro trabajo hecho, volví a mi partido deseando el gol caturro que, por supuesto, supe por un tremendo grito de desahogo, de rabia contenida, y de alegría de mi viejo, que saltaba como loco en su tribuna. Entonces dribleé por última vez los muebles, y terminé de sumarme a su festejo con el fierrazo de Barriga, cuando gritábamos penal por todo lo alto.
Somos campeones, y el sufrido equipo de mi papá le ganó inapelablemente al archirrival, quedando un punto abajo nuestro. Y desde el  momento en que terminó todo, y mientras escribo esto, no dejo de pensar que ese punto, esa mínima diferencia entre nuestros equipos, la marcó ese partido del dos de agosto, cuando fuimos juntos al Nacional a ver enfrentarse a los clubes de nuestra vida y que el calendario quiso que cayera justo en el día de mi cumpleaños. Y que a pesar de que la U ganó 3 a 2, nos fuimos, igual que ayer, ambos contentos.

Fin de Campeonato



Reconozco que el gol de Canales me paralizó, observaba el partido del colo con mi viejo en la tv cuando faltando solo un minuto la pantalla se dividía en dos y mostraba al nacional celebrando. En ese momento no me salían las palabras, veía el partido de pie con mis manos entrelazadas atrás de mi nuca mordiendo el cuello de mi camiseta alba y de los gritos pasamos al silencio total.
Daban 6 minutos de descuento en playa ancha, pero no se me pasó nunca por la mente que podía ocurrir un milagro. Para colmo llegaron los goles caturros que nos hacían caer nocaut en la lona.
Finaliza el encuentro y cambio la tv, estaban dando un partido de Polo. Nunca en mi vida había visto un partido de Polo y esta vez lo hacíamos junto a mi viejo concentrados, como tratando de olvidar lo acontecido hace minutos y haciendo oídos sordos a los bocinazos que se escuchaban a lo lejos.
Al rato ya comentábamos lo mal que se jugó en Valparaíso, el maldito viento del primer tiempo, el protagonismo excesivo de Gamboa llenándonos de amarillas, lo diezmado que entró Paredes, el nivel de Maldonado, de la suerte que tuvieron los chunchos y el penal que ni siquiera vimos repetido y de lo demás que estuvo el segundo gol de Wanderers. Le doy un abrazo a mi viejo y le digo “Hicimos lo que pudimos”, me responde “Estuvo bonito el campeonato”.

Son las 11:45 de la noche y aún escucho algunos bocinazos que me llevan nuevamente a las 6 de la tarde de este día sábado 6 de diciembre. Analizando fríamente el partido del Colo, creo que Wanderers nos ganó bien. El primer tiempo fueron claros dominadores del juego, Ormeño se pegó como lapa a Pajarito Valdés y el equipo no era capaz de dar 3 pases seguidos. En el segundo tiempo cuando vi que Paredes ingresaba dije “La primera que toque, será gol”, lamentablemente el gol lo gritaban primero en Santiago y fue ahí cuando supe que perdíamos el campeonato.

Pese al mal partido que se hizo en Playa Ancha, no tengo absolutamente nada que reprocharle a mi querido colo colo. Que le puedo decir a Tito Tapia, si su equipo fue el más regular del 2014, obtuvo la 30, fue la valla menos batida, tuvo al goleador de ambos campeonatos y luchó hasta el final por la 31 pese a tener un plantel cortísimo. No se puede decir nada ante el gran torneo de Pajarito Valdés, la regularidad de Fierro por la banda derecha y del esfuerzo de Paredes que jugó los últimos encuentros infiltrado. Como hinchas no debemos olvidar la paternidad contra la u en Pedreros y que fuimos el único equipo que los derrotó, el golazo de Pajarito contra la uc, el partidazo de Villar en el Salvador, las desfachateces de Flores para hacer expulsar a rivales y crear situaciones de gol, el gol de Vecchio contra Audax cuando nos daban por muertos, etc.
No se pueden olvidar esos pequeños momentos de alegría y lucha que mostró este equipo, que pese a perder en Valparaíso se puede retirar de la cancha con la vista al frente. Tal como Paredes que se fue de la cancha besando la insignia de su camiseta número 30.

Fuimos protagonistas de un hermoso campeonato junto a azules y porteños, se le dio frescura y emociones que no se sentían hace años en un torneo local. Vibrante y apasionante hasta el último minuto de partido. La verdad es que cualquiera de los tres hubiese sido un merecido campeón.

Con la frente en alto me siento orgulloso de ser colocolino y ya desde mañana empezaré a pensar en cómo afrontaremos la copa libertadores, la nueva lucha por la 31 y en los posibles refuerzos para el 2015. Lo único claro y cierto es que pase lo que pase ahí estaré semana a semana alentando al equipo de mis amores como si fuera la primera vez.

martes, 2 de diciembre de 2014

Que así sean las cosas

Se lo estoy contando a Mario mientras nos fumamos un pito en el living de su departamento.
Esto es lo que le cuento.


Hubo un tiempo en que trabajé en un bar. El bar está en un buen sector de la ciudad, elegante, y va gente de buen vivir. El bar también funciona como fuente de soda, y además de servir cervezas, también hay chorrillanas, completos y distintos sándwiches.
Al principio todo fue nuevo para mí, pero con el paso del tiempo empecé a identificar, entre los jóvenes ingenieros recién contratados y de tenida formal que pagan la cuenta con tarjeta de crédito, a algunos clientes frecuentes. Hay un hombre que va todos los viernes a las siete, solo. Pide un churrasco italiano y una promo de vodka con tónica. A veces pide dos promos. También hay una pareja de viejos que, después de mirar mucho la carta, comparten siempre lo mismo: una hamburguesa o un lomito, una botella de vino tinto y dos schops de pilsen. Cuando quedan medios curados, discuten entre ellos y conmigo por la cuenta. Siempre pagan y se van peleando, y yo pienso que no quiero ser como ellos.
Hay un hombre que siempre va con amigos. Siempre con amigos distintos. Creo que le conocí más de diez amigos. Ese viernes mi turno empezó a las seis y media y él ya estaba ahí con dos nuevos amigos. Después de saludarme, porque ya me conoce, pidió tres rondas de schops y un completo. Él siempre invita a sus amigos, y mientras se va curando habla de su trabajo y de otras cosas. Cosas de él. Él habla, los otros escuchan. Él es abogado y habla de eso. Mientras, atiendo al hombre solo del vodka y a los otros comensales de mis mesas. De vez en cuando, escucho cómo el abogado ofrece a sus amigos más completos y nuevas rondas de schops. En un momento, los amigos se empiezan a impacientar y finalmente piden la cuenta. Pero cómo se van a ir, dice el abogado, pero los amigos dicen gracias y se van. El abogado se queda. Llama por teléfono varias veces y por fin llegan dos nuevos amigos. Abre otra cuenta y vuelve a ofrecer schops y completos y a hablar de sus cosas.
Ese viernes fue movido y cerramos a eso de las dos de la mañana. El abogado y sus dos nuevos amigos se quedaron hasta el final, cuando tengo que llevarles la cuenta como diciéndoles que tienen que irse. El abogado, que ya está bastante curado, ve la cuenta y se enoja. Creís que soy heón, dice. Yo no voy a pagar esto, dice. Es mucha plata y yo no he pedido tantos schops, dice. Creís que tengo cara de imbécil, dice. Llama al administrador de esta hueá, dice. Voy con la cuenta donde el administrador y le digo lo que pasa. Velo tú, dice. Así que vuelvo donde el abogado e intento mostrarle todo lo que él ha tomado y comido. Me querís cagar, dice. Yo no voy a pagar eso, dice. Uno de los amigos, sobrio, toma la cuenta. No te preocupes, dice haciéndome un guiño. Está bien la cuenta, hueón, dice. Esto es lo que pedimos, dice. El abogado se calma aunque sigue mirando la cuenta con desconfianza. Trae la máquina de la tarjeta, dice sin mirarme. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?, digo. Sí, dice. Ingreso el diez por ciento y le entrego la máquina. Erís muy hueón, dice. ¿Y si yo quisiera darte más propina que esto?, dice. Cancela el cobro y hazlo de nuevo, dice pasándome la máquina. Tic tic tic tic. ¿Quiere agregar propina?, digo. No, dice, y saca dos billetes de sus bolsillos y los pone sobre la mesa. Los miro: uno es de diez mil y otro de dos mil. ¿Cuál quieres?, dice. Lo miro a los ojos. ¿Quieres éste, o éste?, dice. Lo sigo mirando a los ojos. ¿Qué te crees, que con esa parada le vai a gustar más a las minas?, dice. Eso hay que preguntárselo a ellas, digo mirándolo a los ojos. Qué lástima que haya algunos que podamos estudiar y ser profesionales, y otros que no tengan la oportunidad, dice. Qué lástima que así sean las cosas, dice. Pero no son de otra forma, dice. Aquí está tu propina, dice. La necesitai más que yo, dice.
El abogado está curado. Sus amigos están sobrios, pero él se sube al asiento del conductor de la camioneta blanca y grande. Prende el motor pero no se van. Se quedan conversando algo, riéndose. Anoto la patente en mi libreta de los pedidos y saco mi celular. Voy a llamar a los pacos, pensé. La camioneta se pierde en la noche, calle abajo, entre el neón de la ciudad.


­–¿Y por qué no lo hiciste? Yo los habría llamado altiro, pa cagarme a ese conchasumadre–, dice Mario.
Yo no digo nada. Me quedo mirando cómo el humo del pito se esparce por el living. 

Nariz rosada

Me carga andar en micro. Me carga ese olor que me queda en las manos después de afirmarme en los fierros. Olor a óxido mezclado con sudor. Me carga cómo las micros pasan los baches de la calle, haciendo saltar a los pasajeros al ritmo de un mismo baile amorfo. Aparte, con ese vaivén no puedo leer, porque me mareo. Especialmente cuando me he tomado un par de cervezas y he comido más de lo necesario.

Toco el timbre, la micro para y me bajo en Gran Avenida. No sé qué hora es, no quiero mirar la hora en mi celular, me da miedo sacarlo de mi bolsillo, pero supongo que son más de las doce de la noche porque los locales de la avenida están cerrados. Atravieso la calle y camino por El Parrón hacia la cordillera. No hay nadie alrededor, salvo esa neblina nocturna que impregna la ropa y el pelo con olor a humo añejo.

Mientras camino, un perrito me empieza a seguir. No lo veo, pero siento ese tintín que hacen sus patas mientras avanza detrás de mí. Me doy vuelta, temiendo encontrar una pandilla de Daddy Yankees con sables de doble filo, y sólo veo al cachorro: café, pequeño y muy peludo. Lo encuentro muy bonito, en especial por su nariz rosada, que lo hace parecer un ser albino en versión perro. Sígueme, le digo. Él parece entenderme e incluso me parece que asiente con la cabeza, pero luego recuerdo las chelas que me tomé hace un rato y prefiero seguir el paso antes de que me vea conversándole a los árboles.

Caminamos juntos. Sé que me sigue porque a ratos veo cómo frente a mí su sombra se asoma y alcanza la mía. No me gusta caminar sola a estas horas, me dan más miedo los paisajes desolados que los llenos de gente, no sé por qué. Cuando camino sola por la calle y es de madrugada, avanzo sintiendo como si alguien estuviera dentro de mi pecho inflando un globo, expandiéndolo cada vez más, dificultando mi respiración.

Mientras camino nunca me doy vuelta, sólo muevo las piernas lo más rápido que puedo. Como si la velocidad pudiese atenuar la angustia y ese dolor en el costado izquierdo de mi abdomen. Es el bazo. Me acuerdo que en las clases de Educación Física en el colegio el profe decía que ese dolor lo producía tomar agua entre ejercicio y ejercicio. Mi mamá, en cambio, cada vez que algo me dolía y yo me quejaba, me decía “si sientes es porque estás viva”. Ahora sólo pienso en cuánto me gusta esa punzada en el costado, recordándome cómo se siente estar viva. Porque viva y en una pieza es como quiero llegar a mi casa.

El quiltro café sigue detrás mío. Se parece a la Tormenta, la única perrita que cumplió con su rol de mascota feliz, aunque no duró ni un mes viviendo en mi casa. Era preciosa la perra, igual que el perro chico que camina a mis espaldas, los mismos colores y del mismo porte. Siempre he pensado que a la Tormenta se la robó alguno de los colectiveros que trabajaba en una flota cerca de mi casa. Un secuestro express animal, sin pruebas de vida y sin intenciones de devolución. Una desaparición permanente.

Faltan sólo dos cuadras para llegar a mi casa y eso que me apretaba el pecho desaparece. Me siento más tranquila. Miro para atrás y veo a mi amigo de camino que mueve la cola. Qué idiotas son las personas, desperdiciando plata, tiempo y tecnología para encontrar vida extraterrestre, cuando el mejor intercambio emocional está al alcance de nuestra vista. Es esa ambición de desear lo que no tenemos, cegándonos tanto que olvidamos lo que sí poseemos.

Le hago cariño a nariz rosada y pienso en lo increíble que es la relación humano-animal, cuando de la vereda de al frente aparece un pastor alemán. De la nada, se tira sobre mi amigo café. De pronto, sólo aullidos de dolor, un bombón inflando un zeppelin enorme en mi interior y dos cómplices del perro asesino que me gruñen. Perrito, corre perrito y déjalo tranquilo perro conchatumadre y corre perrito, perro culiao maldito, devuélvete a Alemania, nazi desgraciado.

Más aullidos y mi adrenalina y mi angustia son altísimas. Los perros se me acercan. Me imagino como plato de fondo. Me doy la vuelta y sigo para mi casa, ahora corriendo lo más rápido que puedo, jadeando y acalorándome de una. Nunca miro hacia atrás y nunca miro a los perros nazis a los ojos, porque recuerdo eso de que “los perros huelen tu miedo y por eso te atacan”.

Cuando llego a mi esquina, miro hacia donde estaba mi perrito café. No veo a nadie. Nadie salvo los traficantes de la esquina y a la Marina, la vieja del barrio que arrastra un carro de supermercado lleno de cachureos, que nunca se cambia de ropa, pero sí de sombrero todos los días. Entro a mi departamento, cierro la puerta y exhalo profundamente. Me siento horrible, quería llegar hasta acá con el cachorro y darle leche con vienesas. No le pregunté ni el nombre, pienso, y luego recuerdo las Cristal de la tarde y corrijo mi delirio.

Entro al baño para lavarme la cara y quitarme ese olor a madrugada leñosa. La letra de Optimistic de Radiohead se me ocurre que es perfecta para la situación. “The big fish eats the little ones / The big fish eats the little ones / Not my problem give me some”. Me miro al espejo. Mala persona, debiste tirarle una piedra al perro asesino y salvar al clon de la Tormenta. Erís una maldita cómplice. Anda a acostarte. Ojalá sueñes con un humano que te ataca y te tortura y con un perro que puede salvarte, pero no lo hace, de puro cobarde. Igual no dudo que así sea. Cuando estoy borracha, mis sueños son una distorsión total, tan dinámicos y asquerosos como el revoltijo que siento en este momento en mi estómago.

Octubre, 2006.