martes, 2 de diciembre de 2014

Nariz rosada

Me carga andar en micro. Me carga ese olor que me queda en las manos después de afirmarme en los fierros. Olor a óxido mezclado con sudor. Me carga cómo las micros pasan los baches de la calle, haciendo saltar a los pasajeros al ritmo de un mismo baile amorfo. Aparte, con ese vaivén no puedo leer, porque me mareo. Especialmente cuando me he tomado un par de cervezas y he comido más de lo necesario.

Toco el timbre, la micro para y me bajo en Gran Avenida. No sé qué hora es, no quiero mirar la hora en mi celular, me da miedo sacarlo de mi bolsillo, pero supongo que son más de las doce de la noche porque los locales de la avenida están cerrados. Atravieso la calle y camino por El Parrón hacia la cordillera. No hay nadie alrededor, salvo esa neblina nocturna que impregna la ropa y el pelo con olor a humo añejo.

Mientras camino, un perrito me empieza a seguir. No lo veo, pero siento ese tintín que hacen sus patas mientras avanza detrás de mí. Me doy vuelta, temiendo encontrar una pandilla de Daddy Yankees con sables de doble filo, y sólo veo al cachorro: café, pequeño y muy peludo. Lo encuentro muy bonito, en especial por su nariz rosada, que lo hace parecer un ser albino en versión perro. Sígueme, le digo. Él parece entenderme e incluso me parece que asiente con la cabeza, pero luego recuerdo las chelas que me tomé hace un rato y prefiero seguir el paso antes de que me vea conversándole a los árboles.

Caminamos juntos. Sé que me sigue porque a ratos veo cómo frente a mí su sombra se asoma y alcanza la mía. No me gusta caminar sola a estas horas, me dan más miedo los paisajes desolados que los llenos de gente, no sé por qué. Cuando camino sola por la calle y es de madrugada, avanzo sintiendo como si alguien estuviera dentro de mi pecho inflando un globo, expandiéndolo cada vez más, dificultando mi respiración.

Mientras camino nunca me doy vuelta, sólo muevo las piernas lo más rápido que puedo. Como si la velocidad pudiese atenuar la angustia y ese dolor en el costado izquierdo de mi abdomen. Es el bazo. Me acuerdo que en las clases de Educación Física en el colegio el profe decía que ese dolor lo producía tomar agua entre ejercicio y ejercicio. Mi mamá, en cambio, cada vez que algo me dolía y yo me quejaba, me decía “si sientes es porque estás viva”. Ahora sólo pienso en cuánto me gusta esa punzada en el costado, recordándome cómo se siente estar viva. Porque viva y en una pieza es como quiero llegar a mi casa.

El quiltro café sigue detrás mío. Se parece a la Tormenta, la única perrita que cumplió con su rol de mascota feliz, aunque no duró ni un mes viviendo en mi casa. Era preciosa la perra, igual que el perro chico que camina a mis espaldas, los mismos colores y del mismo porte. Siempre he pensado que a la Tormenta se la robó alguno de los colectiveros que trabajaba en una flota cerca de mi casa. Un secuestro express animal, sin pruebas de vida y sin intenciones de devolución. Una desaparición permanente.

Faltan sólo dos cuadras para llegar a mi casa y eso que me apretaba el pecho desaparece. Me siento más tranquila. Miro para atrás y veo a mi amigo de camino que mueve la cola. Qué idiotas son las personas, desperdiciando plata, tiempo y tecnología para encontrar vida extraterrestre, cuando el mejor intercambio emocional está al alcance de nuestra vista. Es esa ambición de desear lo que no tenemos, cegándonos tanto que olvidamos lo que sí poseemos.

Le hago cariño a nariz rosada y pienso en lo increíble que es la relación humano-animal, cuando de la vereda de al frente aparece un pastor alemán. De la nada, se tira sobre mi amigo café. De pronto, sólo aullidos de dolor, un bombón inflando un zeppelin enorme en mi interior y dos cómplices del perro asesino que me gruñen. Perrito, corre perrito y déjalo tranquilo perro conchatumadre y corre perrito, perro culiao maldito, devuélvete a Alemania, nazi desgraciado.

Más aullidos y mi adrenalina y mi angustia son altísimas. Los perros se me acercan. Me imagino como plato de fondo. Me doy la vuelta y sigo para mi casa, ahora corriendo lo más rápido que puedo, jadeando y acalorándome de una. Nunca miro hacia atrás y nunca miro a los perros nazis a los ojos, porque recuerdo eso de que “los perros huelen tu miedo y por eso te atacan”.

Cuando llego a mi esquina, miro hacia donde estaba mi perrito café. No veo a nadie. Nadie salvo los traficantes de la esquina y a la Marina, la vieja del barrio que arrastra un carro de supermercado lleno de cachureos, que nunca se cambia de ropa, pero sí de sombrero todos los días. Entro a mi departamento, cierro la puerta y exhalo profundamente. Me siento horrible, quería llegar hasta acá con el cachorro y darle leche con vienesas. No le pregunté ni el nombre, pienso, y luego recuerdo las Cristal de la tarde y corrijo mi delirio.

Entro al baño para lavarme la cara y quitarme ese olor a madrugada leñosa. La letra de Optimistic de Radiohead se me ocurre que es perfecta para la situación. “The big fish eats the little ones / The big fish eats the little ones / Not my problem give me some”. Me miro al espejo. Mala persona, debiste tirarle una piedra al perro asesino y salvar al clon de la Tormenta. Erís una maldita cómplice. Anda a acostarte. Ojalá sueñes con un humano que te ataca y te tortura y con un perro que puede salvarte, pero no lo hace, de puro cobarde. Igual no dudo que así sea. Cuando estoy borracha, mis sueños son una distorsión total, tan dinámicos y asquerosos como el revoltijo que siento en este momento en mi estómago.

Octubre, 2006.

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